Animales sociales, besados y cascarrabias

Actualizado noviembre 2025

Un interesante estudio (Lameira, 2024) aborda el posible origen evolutivo del beso, que solemos ver como una expresión de cariño o como un gesto social entre humanos. Se sabe de la existencia de besos románticos a través de tablillas de Mesopotamia y Egipto de hace al menos 4500 años, y de un manuscrito de la India de la Edad de Bronce (Arbøll y Rasmussen, 2023). Se sospecha que pudo haber transferencia de saliva entre neandertales y humanos modernos, dado que intercambiaron microbios bucales (Callaway, 2017). Sin embargo, este hecho también podría haberse dado por compartir alimentos y no necesariamente por besos. En todo caso, el beso podría tener en realidad un origen mucho más antiguo, si atendemos a determinadas prácticas habituales entre algunos primates (Brindle, Talbot y West, 2025).

Se han observado «besos» entre chimpancés como un posible signo de saludo, aunque no se conoce su significado. Por otra parte, el contacto boca a boca en los grandes simios es poco frecuente, y ocurre fundamentalmente como un comportamiento de reconciliación y consuelo posterior a un conflicto, seguido a menudo de acicalamiento. Pero esta acción tampoco se parece a un beso, no implica necesariamente sacar los labios ni succionar. Los vínculos sociales son cruciales en los primates y se logran claramente, a través de formas estipuladas, para ser significativas para todos los individuos. La nueva explicación evolutiva propuesta es que el beso boca a boca evolucionó a partir de una forma anterior de succión con los labios en otras partes del cuerpo. Así, el beso humano podría tener raíces evolutivas similares a ciertos hábitos observados en el acicalamiento entre chimpancés y entre bonobos. El acicalamiento (grooming) consiste en hurgar en el pelaje de otros para eliminar parásitos, piel muerta y desechos, pero es un comportamiento mucho más que higiénico, puesto que ayuda a establecer y mantener alianzas, jerarquías y cohesión grupal a través del contacto social, sobre todo entre individuos con parentesco cercano o fuertes vínculos sociales. Además, al liberar endorfinas, el acicalamiento reduce el estrés y promueve el bienestar entre el acicalador y  el acicalado, consolidando aún más los lazos sociales. Algunos primates, al finalizar el acicalamiento, succionan ligeramente con los labios el pelo o la piel del otro para atrapar desechos o un parásito. Esto se conoce como la «hipótesis del beso final del acicalador» o el «beso del peluquero”.

Si bien se podría criticar el estudio sobre este comportamiento dado que no es universal entre los primates, debemos recordar que el beso como muestra de afecto tampoco es común entre todos los humanos. El beso como acto romántico-sexual sólo existe en el 46% de 168 sociedades humanas estudiadas por Jankowiak, Volsche y García (2015), y de hecho es un acto desagradable en algunas de ellas, siendo, por otra parte, más frecuente cuanto mayor es la complejidad social relativa de una sociedad.

Por tanto, ¿podría ser este gesto una práctica habitual heredada del acicalamiento entre individuos del Último Antepasado Común de humanos y chimpancés, que habría perdurado en nuestro linaje gracias al efecto placentero que produce la alta sensibilidad de nuestros labios y boca? El resto de gestos asociados al acicalamiento probablemente se perderían cuando, tras la desaparición del pelaje en los humanos hace unos dos millones de años, la acción de acicalar dejó de tener sentido, siendo su función social reemplazada por otras conductas. Podemos considerarnos afortunados en la evolución de aquel gesto: se trata de una práctica mucho más agradable que la empleada por los monos capuchinos, que meten los dedos en los ojos y las fosas nasales de sus amigos y parientes como señal de afecto.

Pero entonces nos encontramos con otro tema de discusión. ¿Disminuyen los besos a medida que envejecemos? Es decir, nos volvemos más asociales y cascarrabias, y tenemos menos conexiones, lo cual teóricamente sería negativo y penalizaría nuestra condición de «animales sociales«. Esto sucede también en otras especies animales, como se ha observado en las aves (Schroeder et al., 2024). Seis años de observaciones de gorriones y otras especies indican que los individuos más viejos tienen círculos sociales más reducidos y están menos conectados. Cuanto menos pájaros había en el mismo grupo de edad, menor era su sociabilidad, posiblemente por el coste de crear nuevas conexiones. Curiosamente, hay estudios que muestran el efecto beneficioso de ese hecho en otros animales: las interacciones sociales analizadas en primates como Macaca mulatta (Siracusa et al., 2024) y en ungulados como Cervus elaphus (Albery et al., 2024) sugieren que, al estar menos conectados, los individuos más viejos parecen reducir su riesgo de padecer enfermedades infecciosas graves para su grupo de edad. Ser cascarrabias también tendría su ventaja.

Pero nada de todo esto parece realmente compensar los enormes beneficios de ser animales muy sociales: las especies más sociales viven más, tienen tiempos generacionales más largos y ventanas reproductivas más largas (Salguero-Gómez, 2024). Y los humanos seguimos disfrutando de los besos durante toda nuestra larga vida.

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